miércoles, 9 de abril de 2008

Lectura recomendada

Reproduzco aquí un texto para trabajar con él en el aula. Lo he extraído de uno de los artículos de Isaac Asimov publicados bajo el título "Los lagartos terribles y otros ensayos científicos" en concreto el capítulo titulado "El metal predicho". Realizaremos una lectura comprensiva y contestaremos una serie de preguntas.

El metal predicho

Recibo a menudo cartas de lectores que intentan escrutar los misterios de la naturaleza, encajando hechos, reales o supuestos, en cualquier tipo de esquemas. Muy frecuentemente esos lectores no son profesionales ni expertos en el tema que pretenden investigar. Mi primer impulso es entonces dar de lado esos intentos, pero nunca acabo de atreverme. Siempre medito la respuesta y, aun después de convencerme de que están totalmente equivocados, procuro contestarles con toda cortesía. Al cabo, ¿quién puede estar seguro? Y yo siento especial horror a pasar a la historia de la ciencia como «el que se rió del gran Fulano».

Ahí está, por ejemplo, «el que se rió de Juan Alejandro Reina Newlands». ¡Cuánto me gustaría señalarle con el dedo de la sátira, si no fuese porque ignoro su nombre!


Nació Newlands en 1837, de padre inglés y madre italiana; y recordó su ascendencia materna lo bastante para luchar en 1860 junto a Garibaldi, por la unificación de Italia. Le interesaban a la vez la química y la música, y terminó en químico industrial, especialista en refinar azúcar. En sus ratos libres dedicaba su atención a los elementos químicos.


Daban que cavilar los elementos en aquellos días. En 1864 eran conocidos unos sesenta distintos, de todas clases, tipos y variedades. Pero en su lista no se notaba lógica ni orden. No parecía haber modo de predecir cuántos elementos existirían en total, y nadie podía asegurar entonces que no hubiese infinitos. Los químicos estaban cada vez más preocupados por eso. Si había enorme número de elementos de todas clases, el Universo resultaría de una inabarcable complejidad.


Pero entre los científicos es casi artículo de fe que el Universo es ordenado y básicamente sencillo. Tenía que haber, por tanto, alguna manera de encontrar orden y sencillez en la lista de los elementos. Pero ¿cómo?


Newlands se entretenía barajando los elementos de distintas maneras. En las décadas anteriores los químicos habían ido determinando cuidadosamente los pesos atómicos de los elementos, es decir, las masas relativas de los distintos átomos, y esas cifras parecían ya fijadas con razonable precisión. ¿Por qué, pues, no ordenar los elementos por sus pesos atómicos?


Newlands lo hizo; después los dispuso en una tabla de siete elementos de anchura. En la fila superior puso los siete de menor peso atómico; en la segunda, los siguientes, etc. Le pareció a Newlands que, al hacerlo, ciertos grupos de elementos de propiedades muy parecidas quedaban formando columnas, y que eso era significativo.


¿Sería que las propiedades de los elementos se repiten en períodos de siete? Sus aficiones musicales le llevaron irresistiblemente a recordar que las notas de la escala se ordenan en grupos de siete. La número ocho -la octava- es casi un duplicado de la primera. En otros términos, las notas se repiten en octavas. ¿No ocurriría lo mismo con los elementos?

Consignó, pues, Newlands sus resultados en un artículo, que presentó a publicación a la Sociedad Química Inglesa. Llamaba a su descubrimiento «la ley de las octavas».

La Sociedad lo rechazó con desdén, como hubiese hecho de seguro si yo le hubiese propuesto publicar uno de mis ensayos sobre especulaciones científicas. Mas algo de razón había para rechazarlo, pues hay que reconocer que la tabla de Newlands era harto imperfecta. Aunque algunos elementos muy parecidos quedaban en columna, también lo hacían otros sumamente distintos.


Pero yo estoy seguro de que a la Sociedad lo que realmente le molestó fue la simple idea de jugar con los elementos. Ya lo de ponerlos por orden de pesos atómicos pareció una artimaña trivial; y un sabihondo (el químico a quien aludía yo al comienzo de este artículo) preguntó a Newlands por qué no ensayaba poner los elementos en orden alfabético, a ver qué clase de tabla conseguía amañar así. Es de esperar que ese gracioso viviría lo suficiente para tener que tragarse sus palabras; le bastaba con vivir once años.


Realmente, dos años antes, ignorándolo Newlands por completo, un geólogo francés, con el imponente nombre de Alejandro Emilio Beguyer de Chancourtois, ensayó también ordenar los elementos por pesos atómicos. En vez de formar una tabla, imaginó la lista de los elementos arrollada helicoidalmente a un cilindro. De ese modo vino a deducir casi los mismos resultados que Newlands con su tabla, pero no con tanta sencillez, ni mucho menos.


Beguyer escribió un trabajo sobre el asunto, incluyendo un detallado diagrama para mostrar cómo quedaban los elementos en su cilindro. Ese trabajo se publicó en 1862, pero el diagrama se omitía, por complicado, lo cual hacía imposible seguir el artículo; tanto más, cuanto que Beguyer de Chancourtois era un escritor mediocre, que hacía uso libre de términos geológicos, nada familiares para los químicos. Su artículo quedó completamente ignorado.

A riesgo de hacerse objeto de burlas, algunos químicos siguieron intentando establecer orden en la lista de los elementos. Cerca del 1870 lo intentaron independientemente dos; a saber, el alemán Julio Lotario Meyer y el ruso Dmitri Ivanovich Mendeléev.

Habían transcurrido cinco años desde Newlands y ahora se afinaba más. Tanto el alemán como el ruso ordenaron los elementos por pesos atómicos, pero ambos se guiaban también por otras propiedades atómicas. Sin entrar en más detalles, diré que Meyer hacía uso del volumen atómico y Mendeléev de la valencia.


Los dos notaron que cuando los elementos se disponían por orden de pesos atómicos, las demás propiedades, tales como el volumen atómico y la valencia, subían y bajaban ordenadamente. Reconocieron también que el período de subida y bajada no comprendía siempre el mismo número de elementos; al comienzo de la lista el período era de siete elementos, pero después se hacía más largo. Uno de los errores de Newlands fue empeñarse en mantener invariable la longitud del período, pues ello contribuyó a hacer inevitable que cayesen en la misma columna elementos dispares.


Tanto Meyer como Mendeléev consiguieron publicar su trabajo. Mendeléev logró hacerlo imprimir antes y lo publicó en 1869, mientras que Meyer lo publicó en 1870. Era de esperar que, aun así, saliese perdiendo Mendeléev, pues, en general, los químicos europeos no entendían el ruso, y los descubrimientos rusos solían quedar ignorados; pero Mendeléev fue lo bastante previsor para publicar en alemán.


Así y todo, los dos podían haberse repartido el crédito, si no hubiesen seguido orientaciones tan distintas. Meyer era tímido. Nada deseoso de comprometer su carrera científica adelantándose demasiado a las líneas frontales, presentó sus conclusiones en forma de gráfico, que relacionaba el volumen atómico al peso atómico. No aventuró interpretaciones; dejó hablar por sí mismo al gráfico, que habló en voz muy baja.


En cambio Mendeléev construyó una verdadera «tabla periódica de los elementos», como había hecho Newlands, en la cual las diversas propiedades variaban de modo periódico. A diferencia de Newlands, Mendeléev se negó a consentir que ninguna columna contuviese elementos dispares. Si un elemento parecía ir a caer en una columna que no le cuadraba, lo corría a la siguiente, dejando un hueco.


¿Cómo explicar esos vacíos? Mendeléev indicó audazmente que era bien obvio que no todos los elementos estaban descubiertos aún, y que cada vacío correspondía a un elemento por descubrir. Newlands no había contado con elementos aún desconocidos. En cuanto a Meyer, su gráfico estaba arreglado de manera que no había huecos; y él mismo confesó más tarde que nunca hubiese tenido el valor de razonar como Mendeléev.


Éste llegó a afirmar que hasta podía predecir las propiedades de los elementos desconocidos, fijándose en las propiedades de los demás elementos de la columna en que estaba el hueco. Escogió en particular los huecos que quedaban bajo los elementos aluminio, boro y silicio, en sus tablas primitivas. Esos huecos, dijo, indican elementos por descubrir; los llamó provisionalmente «eka-aluminio», «eka-boro» y «eka-silicio».


(Eka en sánscrito significa «uno», así que el nombre quiere decir «el primer elemento bajo el aluminio, etc.». Como en sánscrito dvi es «dos», los dos huecos bajo el manganeso corresponderían al eka-manganeso y al dvi-manganeso. Estos son los únicos casos que conozco, en que se ha usado el sánscrito en la terminología científica.)

Las cuestiones son las siguientes:
1.- Cuáles eran las diferencias más visibles entre la agrupación de elementos químicos de Newlands y la de Mendeleiev.
2.- Localiza en la red los elementos que ubicó en los huecos Mendeleiev y detalla sus propiedades.
3.- Investiga otras alternativas de agrupamiento de los elementos de la tabla periódica (en el ejemplar de Abril de 2008 de la revista mensual Investigación y Ciencia hay varios ejemplos con sus justificaciones (puedes localizarlo en una biblioteca).

PD: La imagen de la Tabla Periódica ha sobrevivido al paso del tiempo (la ví por primera vez hace más de 15 años) y sin embargo sólo ha necesitado adaptarse a los tiempos que vivimos, pasando a la redy en colores, para verla más atractiva. Un saludo.